Yo no sé si las cosas tienen alma, si dicen sin hablar. Lo
único que sé es que a los seis o siete años podía entrar en ellas, sentir como
si fuera ellas mismas, su rostro en un pedazo de papel o de cartón.
No todos pueden conocer este pequeño secreto, esa unión
poética y mística con lo que nos rodea. Algunos lo ignoran, o pretenden
ignorar.
Mi primera memoria del llanto que me unió a estas cosas fue
a los seis o siete años, mis ojos de niña curiosa se concentraron en una
pequeña lata, devastada y arruinada cerca del árbol, frente a la casa de mi
infancia. Ya muy arruinada estaba la pobre para que alguien más la pisoteara y
empujara. ¿Era realmente necesario?
En ese instante comprendí la maldad.
Las lágrimas caían en mis labios, el agua salada empañaba
mis ojos, pero quería ver de qué estaba hecho el mundo, ese mismo donde alguna
vez me sentí protegida. El mundo era también esto otro. Y el hombre también.
Años después escribí poesía para comunicarme con las cosas,
y con los hombres, aunque no sé si realmente para comunicar, sino para atravesar
las cosas, atravesar los hombres y el mundo por medio de las palabras.
Si la poesía tiene alma, las cosas también la tienen que
tener.
En ese instante comprendí la belleza y la bondad.
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